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Por Rodrigo Hidalgo, periodista, diario La Nación….Últimas funciones de “Los Robinson”
Morir de SIDA no es tan terrible
El montaje teatral de la Compañía Modelo Para Armar nos enfrenta a un peculiar triángulo amoroso, donde la promesa de ayudar a morir al que se enferma de SIDA constituye el nudo que los amarra como si fueran amigos, cuando no son sino unos perfectos egoístas.
Teatro aún catalogado como “emergente” o “joven”. Pero que en sus elementos estructurales (construcción de atmósferas, resolución de escenografía y vestuario; manejo de sonido e iluminación, y por supuesto calidad de las actuaciones y del guión) no tiene nada que envidiarle al teatro de compañías más “adultas” o consolidadas. Tras sus exitosas funciones como preestreno en el Centro de Extensión Balmaceda Arte Joven de Quinta Normal, “Los Robinson” se presenta sólo hasta el 29 de julio en la Sala Sidarte de Bellavista. Una obra que sin duda vale la pena ir a ver.
Esta obra comienza con Pablo (Marcelo Arcos) pidiéndoles a sus amigos -Julia (Andrea Vera) y Martín (Rafael Contreras)- que lo ayuden a morir. Bien pudiera ser éste un punto de partida para una obra sobre la eutanasia. Pero, siendo colindante con ello, la obra se mueve sinuosamente por otros terrenos, y se desarrolla como un verdadero rompecabezas en el tiempo (¿un acierto de la dramaturgia o de la dirección? da lo mismo). Gracias a la humanidad no sobreactuada de los personajes Julia y Martín, el montaje ratos resulta a ratos cómico, a ratos tierno. Y es que, temáticamente, “Los Robinson” es un drama de absoluta vigencia. Estos tres amigos han construido una especie de familia fuera de los vínculos sanguíneos, pero sin darse cuenta de que en definitiva no son éstos los lazos más complejos de romper o sobrellevar. El núcleo en que se han cobijado, en el que se refugian de la crueldad del mundo exterior, donde abunda la homofobia y la cesantía; no está para nada libre del Gran Problema de todo ser humano. Sin saberlo, cada uno de ellos persigue a su manera el mismo equilibrio entre vivir acompañado, rodeado de cariño, y el derecho a disfrutar la soledad del camino propio. El problema es que esto no se soluciona mutando la pareja en triángulo, ni mucho menos teniendo hijos. En este sentido “Los Robinson” muestra, con humor, una contemporaneidad notable: nuestro ciego individualismo (tolerante y abierto de mente; pero desesperado y desesperante).
Por supuesto, el fantasma del SIDA recorre la obra como la muerte recorre nuestras vidas de libre albedrío. Pero si las cosas fueran como en la realidad, al menos las dos escenas extremas, el principio y el fin del montaje, serían muy distintas. Nadie hace tanto show cuando se entera de que tiene una enfermedad letal. La procesión la mayor parte de las veces, va por dentro. Es íntimo. A fin de cuentas, de SIDA o de cáncer, un hombre enfermo, así sea la más loca de las locas, muere como muere cualquier cristiano enfermo. Acaso más solo que siempre, acaso cumpliendo entre amigos el último de sus deseos. Paradójicamente, en esta obra se opta por una exacerbada visión del enfermo de SIDA, la manoseada imagen victimizante del sidoso. Así, en “Los Robinson”, Pablo es una caricatura perfecta: que el personaje sea gay y crítico de cine es lo humorístico, lo trágico es que en el fondo es un egoísta sufriente que no sabe lo que quiere, que alcanza una muerte grotesca y rayana en lo patético, un adulto que no deja de comportarse como un adolescente, amenazando a los que lo quieren con cometer suicidio. Permitiéndonos ser soeces, Pablo se caga en Julia y en Martín. Es un pelmazo. Y no por morir enfermo de SIDA deja de serlo. Leyéndolo así, esta pieza busca, desde una curiosa mezcla de tragedia y comedia, alivianar el fantasma. A estas alturas, ya no es tan terrible morir de SIDA. Así es de real la disyuntiva. Así de natural y cotidiano nuestro escepticismo. Así de imperativo nuestro derecho a hacer con tu vida lo que quieras: incluyendo opción sexual, adicción a las drogas y la forma de muerte. Y me cae, precisa para cerrar estas notas, una cita: “El suicidio (bien considerado) es un derecho y un cruento lujo, una maldición que deja vivos y culpables a los cómplices del crimen” (Gonzalo Millán).